El juglar de Atánquez

Jueves, 16 de Septiembre de 2021

Los ojos de Rafael Alejandrino Alvarado Daza destellan fuego y su cara ajada desborda alegría cuando le mencionan o le preguntan por las épocas cuando iba de pueblo en pueblo del Magdalena Grande tocando música de chicote y música de acordeón.

“Demorábamos hasta una semana en una parranda tocando el acordeón, la guacharaca o el carrizo”, recuerda Alvarado, pulcramente vestido de blanco desde la cabeza hasta los pies, para calmar el calor que el kiosco de paja del patio de su casa no alcanza a amainar, y sonriendo siempre, como si por su cabeza pasaran indecibles picardías de esos tiempos.

“Claro, en esas parrandas también tomábamos bastante churro”, asegura y los ojos fulguran mucho más. A lo que se refiere el maestro ‘Rafa’, como lo llaman en Atánquez, un corregimiento en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta a una hora en carro de Valledupar, es a un licor de fabricación casera a base de caña de azúcar, panela y cenizas de carbón, procesado, con secretos y toques ancestrales, en alambiques de cobre. Toda una bebida de campeones.

El maestro Alvarado, a sus 86 años, es un verdadero juglar: toca acordeón, violina, caja, guacharaca, carrizo y tambor, además de cantar y componer. Si bien la historia de la región, y en eso coinciden varios músicos, no le ha dado el sitio que merece, él ya ha dejado un legado en el folclor vallenato, al punto que algunos de los merengues que compuso –su especialidad– son tarareados por personas y otros maestros sin saber quién es el autor.

“Es que a mí no me importaba si me grababan un disco, no me importaba la fama o la plata. Uno hacía música para la novia, para dar serenata, para los amigos, para alegrar la parranda, para estar alegre en la vida y ya. Hoy no es así, ahora los músicos son muy interesados”, afirma Rafael Alejandrino inspeccionando con su nariz el olor que se escapa de la cocina y que presagia un gran almuerzo: chicharrón, yuca y arroz blanco.

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Sin perder su habitual tranquilidad –habla y camina a ritmo de son vallenato–, explica que los acordeoneros actuales buscan protagonismo y por eso “tocan una rutinera”, que no es otra cosa como en la región llamaban en los años 50, 60 y 70 a los arreglos de acordeón que van al principio, a la mitad y al final de la canción. “Antes tocábamos con más acento”, subraya.

Exactamente, la objeción del maestro ‘Rafa’ es que, dice, ahora se extienden mucho tocando el acordeón, mientras que antes eran más directos. Eso y un pero más: que anteriormente quien tocaba el instrumento también cantaba, así como él, en medio de la charla, lo hizo con Mujer seductora, uno de sus merengues más conocidos, y para despedirse, cuando volvió a tomar su Hohner tres coronas para interpretar La tardecita, también suya. “El de antes era mejor vallenato”, afirma y subraya con el movimiento de su cabeza.

Aunque ya no sale mucho a recorrer las empedradas calles de Atánquez, no le da pereza coger un acordeón, un carrizo (el antecesor de la gaita), la violina o la guacharaca para alegrarles el día a quienes lo visitan con el ánimo de que improvise unos versos, cuente sus historias y sus correrías en las eternas parrandas que protagonizó de joven y en su primera adultez.

“Sí, a mi papá le gustó mucho el trago, la parranda, salir a tocar música y componer con sus amigos y familiares”, apunta Héctor, uno de los 11 hijos que tuvo por toda la región en varios matrimonios y “arrejuntes” y quien también es músico. Los ojos del maestro vuelven a destellar.

Precisamente fue la familia quien lo sumergió en la música. A finales de los años 30 su padre, tras llegar a casa de las faenas diarias, despedía el día tocando violina, de la que Rafael Alejandrino no tardó en enamorarse y aprender a ejecutar de forma silvestre, pero dedicada.

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Luego, cuando muy joven se casó, su propio suegro, que tenía un grupo musical, llevaba al entonces tímido Rafael Alejandrino a reuniones para que tocara la violina –la misma dulzaina– y luego de un tiempo lo “ascendió”: lo puso como cantante de la música de chicote que interpretaban con dos carrizos (un macho y una hembra) y una maraca.

En esas salidas conoció el acordeón y fue amor a primera vista, porque su sonido era similar al de la violina, pero llegaba más allá, se podía explotar más, pese a que para entonces venía de tan solo una hilera –años después llegarían los de tres– y daba más notas y tonos.

Lo aprendió a tocar y siguió en esas correrías musicales con primos como Luis Carlos y Julio Virde Romero por todo el Magdalena Grande, componiendo canciones que guardaba en las gavetas de la memoria y cantando música de chicote y de acordeón, con las que no solo enamoraba a las mujeres sino a pueblos enteros.

No cobraba por hacer música ni por dar una serenata o hacer una presentación. Por el contrario, muchas veces el dinero que conseguía en el día lo gastaba en esas noches de fiesta y de tertulia, que porque se acabó el churro, que porque faltan 10 pesos para el chivo, que porque no hay para los limones y así.

La gente, por supuesto, le ofrecía aprecio por su carisma, desprendimiento y sin duda, por su talento musical. Así que no tenía que preocuparse por donde comer o dormir en un mundo que no tenía los desasosiegos de hoy: desayunaba donde fue la fiesta de la noche anterior, almorzaba en la casa de una enamorada y cenaba en el sitio de la parranda, que solían ser los frondosos árboles de los solares del Caribe. Eran otros tiempos.

“Con el cariño de la gente fui feliz”, afirma y sus ojos se vuelven a iluminar como los de quien ve por primera vez la majestuosidad de la Sierra Nevada de Santa Marta, a cuyos pies se posa respetuosa Atánquez, donde está la casa del juglar y maestro Rafael Alejandrino.