El domador de vientos

Jueves, 16 de Septiembre de 2021

Algo debe saber muy bien de acordeón Ovidio Enrique Granados Melo para que la Hohner, la marca más prestigiosa de ese instrumento, lo haya buscado y pagado un viaje de tres semanas a Alemania para que él viera cómo los ensamblan y, especialmente, para ellos apreciar por qué un moreno tranquilo nacido en el corregimiento de María Angola, en el norte de Valledupar, es el mejor arreglador de los pitos, bajos y fuelles que están en esa caja mágica.

Claro, recuerda Granados, o ‘Viejo Villo’, como le gusta que lo llamen, los operarios alemanes reparaban el acordeón de una forma más técnica y apegados, en su cuadriculado modo de ver el mundo, a los manuales de la compañía y con una minuciosidad de relojero.

Él, por su parte, no solo lo hacía de forma más ágil sino con el desparpajo del que está impregnado desde que nació y que cultivó en sus correrías musicales por el Caribe colombiano.

Esa espontaneidad quedó en evidencia en una de las demostraciones que hizo en las 10 fábricas alemanas que visitó: el ‘Viejo Villo’ detuvo su tarea porque ya solo le faltaba ajustar una tapa del acordeón que reparaba. Luego puso ordenadamente sus herramientas en el mesón y miró fijamente a los ojos a uno de sus anfitriones para decirle, con la convicción de que ese rubio inmenso como un portón le iba a entender sí o sí: “¡Carajo y es que acá ustedes no beben ron!”.

La carcajada casi muda del maestro Granados se escucha en el kiosco que tiene en el patio de su casa, en el barrio Los Caciques, de Valledupar, que también es desde hace varias décadas la sede de su taller y por supuesto, paso obligado para todos los músicos que tengan enmarañado su acordeón y deseen que el mejor técnico que hay en el país se los arregle o les haga alguna mejora para alcanzar la gama de tonos que necesita o quiere hacer brotar.

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Por sus manos y por el viejo mesón de madera con tres cajones que tiene como centro de operaciones, afirma, han pasado los acordeones de los mejores ejecutores de este país.

Pero el ‘Viejo Villo’ no es solo arreglador de acordeones. A los 8 años en María Angola, donde nació un octubre de 1941, este hijo y nieto de músicos aprendió a tocar, de vista y oído, ese instrumento: su padre no quería que le siguiera los pasos, por lo que Ovidio acostumbraba a salir de su casa siguiendo las pistas de las notas musicales en el aire para descubrir dónde estaba sonando uno y quedarse por horas mirando, aprendiendo los acordes y los tonos y esperando a que con fortuna se lo prestaran, así fuera unos minuticos.

Una calurosa tarde, sabiendo el enamoramiento que Ovidio tenía por el acordeón y los compases de los merengues, paseos, sones y puyas, y contrariando las intenciones del jefe de hogar, un tío abuelo del niño, con el apoyo de la mamá, le regaló uno, del que después muy raramente se desprendió, al punto que pronto se convirtió en una gran intérprete. Su calidad terminó por apaciguar la contrariedad inicial del padre.

Fue cuestión de tiempo para que el nombre de Ovidio Granados se hiciera popular en María Angola. A los 15 años ya animaba fiestas y, además, sabía arreglar su acordeón y se atrevía a meterle mano a los ajenos.

El oficio también lo aprendió observando. Solía ir a Caracolicito, en El Copey, a la casa de Ismael Rudas Jaramillo a llevar a arreglar acordeones y se quedaba horas viendo como el técnico, empírico por supuesto y padre de Ismael junior –quien habría de convertirse años después en un famoso acordeonero–, reparaba y afinaba de oído los artefactos musicales.

El primer acordeón que trató de arreglar fue el que le había regalado el tío abuelo, pero una vez lo desarmó no “tuvo el palito” y lo echó a perder. Su padre, el que se oponía a sus inclinaciones musicales, casi le da una cueriza que le anunció como “monumental”.

Ya mayor de 18 años se dedicó a las correrías musicales y a las parrandas; de vez en cuando le ayudaba a un colega a arreglar los pitos o los bajos o a cambiar un fuelle roto. Su habilidad tocando era tal que con unos amigos fundó la agrupación Los playoneros del Cesar, con los que recorrió la región en presentaciones y parrandas que le dieron más reconocimiento como músico y que lo inspiraban para componer temas como El vicio.

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En 1968, cuando se anunció que se haría la primera edición del Festival de la Leyenda Vallenata, en Valledupar, decidió inscribirse por el impulso que le dieron amigos y porque, en el fondo, sabía que tenía un buen nivel de interpretación. En la presentación final fue ovacionado por el público de la plaza ‘Alfonso López’, pero su rival, Alejandro Durán, interpretó los cuatro aires y él solo tres, lo que lo relegó al segundo lugar.

Siete años después lo volvió a intentar, pero nuevamente perdió la final. En 1983 insistió y, una vez más, quedó detrás del ganador, por lo que decidió no volver a concursar en el Festival y dedicarse mejor a tocar con sus amigos, a hacer presentaciones y al oficio que había aprendido a dominar: arreglador de acordeones, que es uno de sus grandes legados al folclor.

Fue por Andrés ‘el Turco’ Gil que, precisamente, se había dado cuenta de que esa podía ser una actividad para basar la economía doméstica. En una mañana valduparense de mediados de los 70 este acordeonero, reconocido por ser un estudioso e innovador musical, llegó a la casa del ‘Viejo Villo’ a que le hiciera el favor de cambiarle unos tonos a su acordeón: necesitaba que las notas si, mi y la fueran más altas, para que sus canciones sonaran mejor.

Granados desarmó el instrumento y al atardecer ya lo tenía listo, justo como ‘el Turco’ lo quería y necesitaba.

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“Uno debe ser honrado, nunca dejar una cosa mal hecha o engañar a alguien. Por eso la gente me quiere, porque yo soy honrado con mi arte. Al acordeón hay que amarlo, entenderlo y respetarlo”, afirma el ‘Viejo Villo’, quien es el padre de una dinastía vallenata: de sus 12 hijos, dos, Hugo Carlos y Juan José, lo mismo que su hermano Almes, se coronaron reyes vallenatos en el Festival.

Por ese amor al acordeón, insiste, es que no entiende cómo algunos músicos de hoy lo dejan tirado en el piso, le pasan por encima o le ponen el brazo sudado sobre el fuelle. “No respetan el instrumento y no lo quieren como yo lo hice y lo sigo haciendo; nadie puede decir que yo no amo el acordeón. Lo único que pido es que cuando me muera, me recuerden retratado con el acordeón terciado y me lleven en el corazón”, confiesa el maestro Granados.

La petición es extemporánea. Hace años, muchos, el folclor vallenato y los habitantes de la región tienen clavado en el corazón al ‘Viejo Villo’.